Pinar con arco iris
CON CLASE,  CREATIVO,  GUAP@S,  OTROS,  SER O NO SER

Con aroma de resina y trigo

Aún tengo en el recuerdo aquellos momentos imborrables que nunca podré olvidar


Llegaban por fin las vacaciones de verano, y en solo unos kilómetros, habíamos llegado al pueblo de mi abuelo paterno, Navas de Oro. La casa que mis padres tenían que alquilar para pasar gran parte del verano era una casita con un gran patio, con colchones de lana, con olor a pueblo, a trigo y cebada, un lugar rodeado de pinares con aroma de resina, de vistas infinitas de grandes llanuras de la tierra de Castilla calentada por el sol abrasador de julio y agosto.

Un lugar donde las noches parecían no tener fin a la luz de la luna y las estrellas, donde el canto de los grillos ensordecía el ambiente, y donde el silencio llegaba cuando los chiquillos que jugábamos entre las calles, desaparecíamos sin dejar rastro a la hora marcada para volver a casa.
Una experiencia única que mis hermanos y yo deseábamos vivir. Un montón de aventuras que parecían no tener fin durante el día, la tarde o la noche.


Tardamos poco en formar parte de una panda de chavales, algunos del pueblo y otros no


Yo era la mayor, con doce años, después estaban los mellizos, chico y chica, un año y medio más pequeños, y la pequeña, era seis años menor.
Para mi hermana la melliza y para mí, comenzaba un momento en la vida de descubrimiento efervescente, de nuevas sensaciones y de juegos cómplices y miradas traviesas, llenas de ganas por descubrir. En aquella panda, los chicos cuyos nombres eran Raphael o Michael, eran unos triunfadores entre las chavalas, un francés y un inglés, con un toque exótico al que los chicos del pueblo no podían llegar. Mi hermano y el resto escuchaban con admiración a Nathalie, hermana de Raphael, contar historias sobre sus amigos de clase en Francia.


El día comenzaba con un desayuno magnífico que mi madre preparaba

Hervía la leche que habíamos ido a comprar a casa de la señora María, leche recién ordeñada que formaba una capa espesa de nata en la cazuela, que poco a poco desaparecía untada en pan con azúcar, y que junto con el olor del cacao y las galletas, marcaban el inicio de un fantástico día, eso sí, después de hacer los deberes y recoger nuestras habitaciones para poder salir a la calle.


Era el momento de acercarse a la plaza, en la que había una casa que destacaba entre las demás. Algunas mañanas abría sus altas rejas, y todos podíamos ver boquiabiertos al abuelo de un niño rico que montaba en un coche de juguete, escogiendo entre todos los chavales que allí estábamos, a algún privilegiado que podía compartir el paseo subido en ese coche espectacular para dar una vuelta alrededor de aquella plaza. Era toda una atracción, y alucinábamos con aquel coche blanco y azul, de tamaño casi real, conducido por un niño, pero que luego no jugaba con nosotros.


Tras la comida en casa, la siesta

Quizá nos dábamos un baño con la manguera de agua fría en el patio. Mi padre corría detrás de nosotros para que ninguno escapara. Las risas y los gritos se mezclaban y, tras el cansancio, venía la merienda con ese bocadillo de chorizo o mortadela que nos daba otro rato de energía para continuar con la tarde.

Niña paseando entre el trigo
Niña paseando entre trigo


Las tardes de paseo a la cuesta de las bodegas en bicicleta, con la intención de descubrir qué podíamos encontrar al meternos por aquellas cuevas o pasar el rato tumbados contando nuestras historias. En otras ocasiones, quizá íbamos a las piscinas y nadábamos incansables, saltando desde el trampolín, y observando sin perder detalle quién era el mejor en saltos o qué chico o chica eran los más guapos. Recuerdo el calor abrasador en la piel, al regresar a casa. El olor de la tierra caliente y el vapor del agua de
los aspersores al chocar con el suelo.


Al llegar a casa casi agotados, aún sacábamos fuerza para salir después de cenar. En la cocina, la tortilla de patata en la sartén y una mesa esperando a toda la familia para compartir esas aventuras que habían sucedido durante el día. También mi madre y mi padre se esforzaban por complacernos, preparando quizá una super merienda en el patio con todos los chavales de la panda, momento en que los juegos y la diversión nunca faltaron.


Solíamos quedar para jugar por la noche a guerreros y princesas

Dos equipos luchaban por conseguir rescatar a las princesas del equipo contrario y ponerlas a salvo. Entre las farolas y los coches nos escondíamos, recorriendo las calles hasta las afueras. Era emocionante sentir esas primeras cosquillas en el estómago cuando algún chico o chica nos gustaba. Correr de su mano sin soltarse. Agazaparse para no ser vistos y volver a correr para salvarse. Entre aquellas carreras, en alguna ocasión, algún beso robado se quedó estampado en mi cara. Perpleja y sobrecogida cuando al pasar por mi lado, ese chico de Madrid me besó en la mejilla y salió corriendo.

El sábado, todos quedábamos en el corral de los hermanos Ildefonso y Jose. Una casa grande con un bonito patio donde nos reuníamos para tomar unos refrescos, escuchar música y bailar bajo la supervisión distraída de sus padres, que asomaban la cara de vez en cuando tras las cortinas del comedor.

Momentos llenos de pasión por la vida

Momentos de compartir, de sentir nuevas emociones y superar retos. Momentos de crecer. Experiencias lejanas, pero que no olvido. La tristeza de las despedidas, que nos desencajaban las caras, y los abrazos llenos de verdad, porque pasaría mucho tiempo para volvernos a ver y comprobar cómo estábamos y qué había pasado en nuestras vidas. Luego quedaba contarlo al llegar de nuevo a clase, pero sin duda, no sería lo mismo.

Soy Asesora de Imagen. Escribo Relatos y Poesía, Creo mis temas Musicales y soy apasionada de la Fotografía. Estos son mis recursos para compartir experiencias y vivencias cotidianas.

Descubre más desde EveMoonBlue

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo